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    Mi primer viaje a África en moto. Un viaje a Marruecos en enduro para descubrir los ergs más famosos y unos paisajes impresionantes, sumergidos en una cultura milenaria. Por las pistas, por lo menos idealmente, del París-Dakar original.

    Por Luca Medaglia | 24 abril 2024 | 1 min
    Moto: Beta RR 390
    Kilometraje: 1.200 km
    Dificultad: media, fácil para un piloto experto de enduro
    Duración: 8 días
    Época del año: Octubre
    Tiempo: siempre soleado
    Temperaturas: 15°C - 30°C
    Equipamiento básico: ropa para off-road con casco y botas técnicas de enduro, ropa interior transpirable, mochila con bolsa de agua
    enduro marocco

    Luca Medaglia

    El autor

    Nací en 1976 y llevo montando en moto desde los 14 años.  Durante toda mi vida he rodado sobre asfalto por toda Italia, con motos deportivas y superdeportivas, hasta que, en 2020, unos amigos me acercaron a la experiencia del motorally. A partir de entonces, la atracción por lugares inalcanzables con motos de carretera no hizo más que crecer exponencialmente, convirtiéndose en una parte de mi vida.  Una combinación perfecta con mi otra afición:  la montaña en todas sus formas y la exploración de las tierras más remotas del planeta. 

    «Atención, en breve comenzará el embarque para el vuelo de Royal Air Maroc con destino a Casablanca, se ruega a los pasajeros que preparen su tarjeta de embarque y su documento de identidad». 

    Ya ha pasado un año desde aquella llamada telefónica a mi amigo Pietro, en la que le manifesté mi intención de realizar y vivir el sueño que, desde niño, me ha acompañado cada vez que veía las hazañas de los héroes que cruzaban en moto días y días extensiones llenas de nada: un sueño llamado desierto. 

    La llamada telefónica duró los segundos necesarios para que dijera: «Ya tengo las maletas hechas, ¿con quién vamos?». Una respuesta que tardó menos de un segundo en llegar, porque ya sabía de un coordinador de Avventure nel Mondo, que me había puesto en contacto con el guía que lleva a los motociclistas aventureros de paseo por el desierto marroquí. 

    «Frodo, escucha, un amigo y yo ya te confirmamos que en octubre, cuando se reanuden las actividades, seremos los primeros en ser de los vuestros; nosotros reservamos ya, así que ¡nos veremos en octubre!». ¿Quién es Frodo? Frodo es un Guía con la G mayúscula. Ya os hablaré de él, porque creo que de esa clase de personas hay una entre un millón. 

    Seguimos limpios. Ya estoy listo para emprender la marcha.
    Seguimos limpios. Ya estoy listo para emprender la marcha.

    Vamos a volver al viaje. Tenemos que cambiar de avión y tomar otro con destino a Ouarzatate, después de salir de Malpensa y reunirnos con el resto del grupo en el aeropuerto de Casablanca. Somos once, y estamos bien compenetrados: vienen los dos hermanos genoveses Antonio y Giorgio, los hermanos toscanos Leonardo y Massimiliano, los dos venecianos Andrea y Marco, Emanuele de Milán, Giampiero de Romaña y, por último, nuestro coordinador, el experto Ruggero. En resumen, parece una broma, pero enseguida Pietro y yo nos daremos cuenta de la suerte que hemos tenido de acabar en este grupo. 

     

    A las puertas del desierto: empieza la aventura en Marruecos 

    Ouarzazate, o «la puerta del desierto», es una pequeña ciudad con un precioso casco antiguo, por suerte bien conservado, y las estructuras abandonadas de los platós de cine, que abre paso al valle del Dades, donde el río ha esculpido un auténtico cañón con el paso de los milenios. Un espectáculo de roca rojiza que cobra un color singular en las horas que preceden a la puesta de sol. 

    Llegamos al hotel a altas horas de la noche y nos acostamos enseguida; unas cuantas horas de sueño y a despertarse para empezar la aventura. Después de desayunar, a base de té a la menta marroquí (que nos acompañará durante todo el viaje, en cada descanso a cualquier hora del día), mesmen (un pan algo parecido a las tortitas), miel, mermelada, nos vestimos como solo los profesionales de Dakar sabrían hacerlo, y nos dirigimos caminando al cuartel general de la agencia. Todos vamos bien vestidos menos uno, el pobre Giorgio, que ha perdido el equipaje y tiene que apañárselas con los materiales que le prestan los demás. 

    Las primeras dunas, una dicha infinita
    Las primeras dunas, una dicha infinita

    En las calles de Ouarzazate hay un bullicio frenético: scooters destartalados, coches viejos y maltrechos, gente a pie con carretillas y animales... El avión nos ha hecho retroceder, como si fuera una máquina del tiempo, al menos cincuenta años. Y además, los olores de las callejuelas, o mejor dicho, los perfumes... pero no de esos a los que un diccionario Zanichelli daría un significado. Es ese perfume que te invade y te sumerge en el sueño, un sueño que se está haciendo realidad y que estoy empezando a vivir de verdad. 

    Doce flamantes motos de enduro Beta 390 nos esperan junto a él, nuestro guía, Frodo. Su fama va por delante: un toscano bajito, con pelo y barba despeinados, piel curtida como la de un jabalí y un gran corazón. Estoy muy seguro de que, en un enfrentamiento directo, él se impondría y el jabalí acabaría en el asador. Tiene unos cuarenta años y lleva cruzando los desiertos del mundo desde los veinte. En resumen, viajamos tranquilos. 
     

    Entre montañas de piedra roja, en pos de las dunas marroquíes 

    Lamentablemente, toda la carretera que se aleja de Ouarzazate es de asfalto; da la sensación de estar en esas interminables rectas de los desiertos americanos que se ven en las películas, cuando la mirada se pierde en el horizonte. Mientras en mi cabeza no paro de preguntarme «¿pero cuándo empiezan las dunas?». De repente, Frodo se para en el sendero y se desvía hacia la derecha, fuera del asfalto. Me habían dicho que Marruecos es pedregoso y, efectivamente, enseguida empezamos una danza maorí entre piedras de todas las formas y tamaños.  

     

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    Estoy entusiasmado, porque empiezo a ver las primeras señales de lo que me va a acompañar los próximos días: empiezan a hacerse realidad las clásicas montañas áridas y pedregosas y los caminos estrechos y rápidos que siempre he visto en los documentales de viajes. La carretera, muy bacheada y pedregosa, parece que no tiene fin y nos pone a prueba, el viaje es algo cansado pero el ritmo es sorprendentemente rápido; viajamos todos de forma compacta, y las pocas paradas para hacer una foto tampoco afectan al buen ritmo. Al fin y al cabo, somos turistas y no estamos en una prueba especial: disfrutamos de ese paisaje tan singular y sobrecogedor que nos ofrece Marruecos. 
     

    Cómo me vestí para viajar en moto a Marruecos: la ropa para practicar enduro en el desierto 

    No hace mucho calor; la temperatura ronda los 30 grados, pero el ritmo, la emoción y la concentración necesaria (hay que tener mucho cuidado con dónde pones las ruedas) me obligan a parar y a quitarme la chaqueta. Escoger la vestimenta para este viaje a Marruecos fue un tema difícil, teniendo en cuenta la amplitud térmica conocida del desierto. Después de debatirlo un rato con mis compañeros de viaje, al final opté por un atuendo clásico de adventouring:  

    Para refrescarme, también me llevé una mochila con una bolsa de agua, suplementos salinos, geles energéticos y varias barritas (al final todas estas cosas resultaron ser acertadas). 

     

    Oasis en medio del árido desierto rocoso
    Oasis en medio del árido desierto rocoso

    Un restaurante con estrella perdido entre palmerales  

    La belleza que empieza a embargar mis ojos es algo desarmante: las aldeas perdidas en medio de la nada, los palmerales, los caminos polvorientos que suben y bajan por unas montañas rojizas; nos paramos en una aldea donde parece que la vida se detuvo hace medio siglo. Está llena de vendedores ambulantes de comida, gente sentada en mesas vestidas como las de antaño, bebiendo té y comiendo dátiles en un entorno que ni los mejores escenógrafos de cine podrían reproducir. 

    Los tres jeeps conducidos por gente del lugar, que nos prestan asistencia, transportan todo nuestro equipaje y lo necesario para montar los campamentos, están parados bajo una palmera: aquí es donde han montado una mesa, que será el primer restaurante improvisado de las vacaciones. Improvisado, pero de diez estrellas. Tres mesas de camping, pequeñas sillas y víveres de varios tipos. Vaya, ¡qué delicia! La comida se cocina in situ con dos hornillos de camping y está deliciosa. Nos sirven un poco de todo, desde ensalada mixta hasta sardinas en lata, desde pasta hasta fruta. Todo está riquísimo, y en este entorno todavía más. 

    Algo de charla, unos minutos de siesta y ya es hora de ponerse en marcha: nuestra primera meta es el campamento nocturno de Foum Zguid. La pista sigue siendo muy pedregosa y no hay ni sombra de las dunas, pero no las echo de menos porque me siento como en la luna, porque el paisaje ya es mágico. Menos cuando una manada de dromedarios que asoma por detrás de un oasis me devuelve a Marruecos.

     

    La primera noche en tienda de campaña en el desierto marroquí 

    Llegamos al campamento. Las pequeñas tiendas para dos personas y las dos tiendas, cocina y «comedor», ya están montadas, como lo estarán las noches siguientes. Hasta nos encontramos un excelente aperitivo de té, galletas y palomitas. Y encontrarlo siempre todo listo es un verdadero lujo, sobre todo si pienso en mis ídolos del Dakar, que corren en Malle Moto y que al final de cada etapa, antes de poder descansar, ellos mismos tienen que hacer el mantenimiento de la moto.  

    El plato rey de la cocina marroquí, que se luce en sus variedades de pescado, cordero, ternera, pollo y verduras, es el tajine, un plato único cocinado lentamente en una cazuela de barro cerrada. Será el plato estrella de nuestras cenas durante todo el viaje, además de huevos y aceitunas. Huevos y aceitunas por todas partes y en grandes cantidades, hasta para desayunar. 

    El sol nos regala un atardecer multicolor mientras se pone tras las montañas erosionadas por el tiempo, alumbrando a los dromedarios que nos observan llenos de curiosidad. La cena es excelente y las risas, las anécdotas del día y el cielo plagado de estrellas hacen que todo sea perfecto. Nos alejamos de la rutina diaria: el desierto marroquí comienza a embelesar nuestras almas.

    La noche en el desierto es mágica
    La noche en el desierto es mágica
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    Erg Chigaga, las primeras dunas de mi vida 

    Entramos en el valle del Draa: ¡estamos a las puertas del Sáhara!  Estoy ilusionado, porque rodamos por las mismas pistas por las que solían pasar los héroes que me inspiraron para emprender este viaje; atravesamos el árido lago Iriki y los ilimitados espacios desérticos. Parecemos gacelas que corren por la sabana, unos a la derecha, otros a la izquierda, mirándose mutuamente. La verdadera dificultad es no mantener las muñecas en una posición constantemente girada, porque la más pequeña piedra debajo de la arena nos lanzaría hasta la luna. 

    «¡Todo es bonito, Frodo, pero yo quiero ver las dunas!»  
    «Tranquilo, que ya llegarán» 

    Erg Chigaga, un gigante en medio de la nada, una zona de dunas que para nosotros, los novatos, es inmensa (Frodo nos tranquiliza diciéndonos que son dunas «pequeñitas», de no más de 100 metros, así que no me atrevo a imaginar cómo puede ser una duna grande, de 500 metros o más). Su moto empieza a danzar y dibujar líneas como hace un esquiador fuera de pista sobre nieve fresca. Estoy aquí, yo también estoy aquí y estoy danzando; es una sensación que no puedo describir, pero espero que, cuando suba al cielo, sienta lo mismo. Me río debajo del casco, luego rompo a llorar y luego me echo a reír. 

    Todos nos paramos en fila sobre la cresta de una duna, nos quitamos los cascos y volvemos otra vez a ser como niños. Nos abrazamos, nos damos la mano y nos sentamos a contemplar la inmensidad que se abre ante nuestra vista. Cojo la moto y apunto hacia la duna más alta; aparco ahincando la rueda trasera en la cresta y me siento a admirar, junto a ella, ese océano infinito con el que siempre he soñado. Me echo a llorar. Puede que todos mis compañeros también lloren o hayan llorado de felicidad dentro de sus cascos: ya no somos los invitados del viaje, somos sus protagonistas. 

    Una emoción indescriptible
    Una emoción indescriptible

    Empezamos a danzar otra vez, pero no es tan fácil como me esperaba; no por la consistencia de la arena, sino porque hay que saber dónde acaba la duna. Hay que tener mucho cuidado o corres el riesgo de encontrarte en el vacío y hacer un vuelo de decenas de metros, con consecuencias catastróficas. Así que todos, y teniendo mucho cuidado, seguimos las trayectorias de nuestro guía hasta llegar al nuevo campamento. 

     

    Hacia el oasis de Mhamid, luchando con el infame fech fech 

    Vamos a dormir literalmente en medio del desierto, en las dunas; algunas personas del grupo prefieren dormir fuera de la tienda y regalarse un techo de estrellas, ...mucho mejor que un hotel de lujo. Aquí la humedad se reduce al mínimo, con un buen saco de dormir se puede pasar la noche sin el abrigo de un techo. 

    Nunca había visto un amanecer como este: el sol, al salir, da un color a estas dunas y a este desierto que no he podido encontrar ni reproducir con ningún Pantone. Me visto, cojo la moto, vuelvo a subir a la duna más alta y empiezo a empaparme la cabeza y los ojos de un momento que nunca olvidaré. También llegan los demás y, en silencio, nos miramos atónitos y llenos de sentimientos que nos embargan y nos unen como si fuéramos uno solo, a los pocos días de conocernos. 

    Nos dirigimos hacia el oasis de Mhamid y, después de pasar más dunas, el paisaje empieza a cambiar, mezclándose entre formaciones rocosas y lenguas de arena: es la hora del fech fech. El fech fech es un polvo que se forma a consecuencia de la erosión de los suelos arcillosos y calcáreos, y que resulta insidioso para los vehículos a motor, ya que pueden hundirse con facilidad. Con el acelerador a fondo y los brazos relajados, empieza la diversión. Es como estar en un interminable single track con curvas, apoyos, saltos y chicanes, y todo en medio de la nada... ¡qué gozada! Ojalá no se acabe nunca.

     

    La sonrisa de los niños, un valor añadido del viaje 

    De Sidi Ali seguimos hacia Ramlia y Ouzina; lo que más me sigue llamando la atención es que, de la nada, se materializan casas, aunque calificarlas así a veces es un eufemismo; pueblos a horas y horas de la civilización; muchas veces sin agua ni luz, pero ahí están los niños. Sí, esos niños que no tienen nada, que andan descalzos y con la ropa sucia y hecha jirones, que no tienen ni la más mínima parte de las comodidades que tenemos nosotros, esos niños que cada vez que nos oyen venir de lejos, ves que corren como locos entre la tierra y las piedras, simplemente para saludarnos o para chocarnos los cinco o para pedirnos que hagamos un caballito. 

    No les decepcioné: o frenaba y, extendiendo la mano, chocaba los cinco, o me subía a una rueda. Recuerdo que de niño pedía a los motociclistas que hicieran lo mismo y a los coches deportivos que dieran varios golpes de acelerador, y cuando no lo hacían me quedaba un poco amargado. Les sacaba una sonrisa extra y algo de lo que presumir con sus compañeros durante todo el día. 
     

    Las dunas de Erg Chebbi en Merzouga:  una meca para los motociclistas de Rally Raid 

    Llegamos a Merzouga bastante temprano; nos da tiempo de tomar un té o una Coca-Cola en un lugar donde tocan música tradicional con tambores, sobre todo porque hay que esperar hasta la tarde para internarnos en el Paraíso. El erg Chebbi, cerca de Merzouga, es famoso porque todos los pilotos vienen aquí a entrenar: sus dunas son gigantescas y la zona es extensa pero no demasiado. Es como un parque infantil, porque parece que este erg se ha construido expresamente para nosotros, los aficionados al off-road; no hay demasiados kilómetros de un extremo a otro, hay mucho de lo que disfrutar, pero me imagino que en caso de apuro se puede llegar a la civilización sin mucho problema. 

    Ramlia, rodeados de niños que intentan vendernos collares y pequeños recuerdos
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    Nos metemos dentro y Frodo empieza a danzar otra vez. Me da la impresión de estar en una montaña rusa, la moto desafía la ley de la gravedad llevándome de forma increíble a la cima de la duna que se enfrenta a pendientes de arena insólitas para mí. Somos merodeadores del desierto y, arrebatados por el entusiasmo y las ganas de experimentar, abundan las caídas y las situaciones cómicas. Las dunas, que no son nada simpáticas, dejan huella en algunos, hasta en las costillas, pero somos motociclistas, y estoicamente y aguantando el dolor, o quizás en plan «no me hecho nada», todos terminamos el recorrido y volvemos al campamento como unos auténticos héroes. Allí, nuestros ángeles lo tienen todo preparado para nosotros, como de costumbre. Encendemos un fuego y nos transformamos en unos auténticos beduinos. 

     

    Ascenso al Atlas 

    Continuamos nuestra aventura por el desierto marroquí en dirección a Tourza: ahora el paisaje va cambiando; unas carreteras sinuosas y pedregosas nos llevan hacia arriba y hacia abajo entre áridas montañas, pasos donde a veces nos encontramos con viajeros solitarios que tienen por delante días y días de marcha antes de vislumbrar algo de civilización. Pasamos por pueblos polvorientos de casas de adobe, entre palmerales repletos de canales de agua que dejan sobrevivir los cultivos agrícolas, y donde el único edificio moderno y bien conservado es la mezquita. 

    Arranca la subida hacia el Alto Atlas y nuestro guía aumenta bastante el ritmo; para entonces ya ha comprendido que a nuestro grupo le gusta darle al acelerador, así que la subida casi se convierte en un Pikes Peak. Me río, porque cuando hay jaleo se me dibuja una sonrisa de 65 dientes debajo del casco. 

    Mi amigo Pietro y yo en el final de la aventura
    Mi amigo Pietro y yo en el final de la aventura

    Por suerte, todos llegamos ilesos a Ikniouen, una población situada al pie del gran Jbel Saghro, que con sus 2.595 metros marca la frontera oriental; paramos a tomar el té de menta y la Coca Cola de costumbre, y como siempre nos vemos rodeados por la curiosidad de la gente y los niños. Pero aquí me fijo en una gente muy diferente a la que he ido encontrando hasta el momento: desde el punto de vista fisionómico tienen los ojos grandes y mucho más juntos, la piel curtida con el color típico del bronceado de montaña y son mucho menos intrusivos, mejor dicho, en absoluto. Me recuerdan bastante a los nepalíes que tuve la suerte de conocer. 

     

    Otra vez en Ouarzazate, la vuelta a la normalidad y el final del viaje por Marruecos 

    Nuestro viaje por Marruecos toca a su fin: nos dirigimos al valle del Dades, conduciendo sobre el asfalto a lo largo de una de las carreteras más bellas del mundo, donde los pueblos trepan por las laderas con un perfecto camuflaje del color marrón de la tierra, que contrasta con el verde exuberante y el azul del agua a sus pies. Atravesamos el Valle de las Rosas, de donde se extrae el «famoso néctar», y seguimos todo recto sobre asfalto hasta nuestro punto de partida, Ouarzazate. 

     

    Han pasado ocho días. Ocho días en los que mis ojos, mi corazón y mi mente se han llenado de emociones, colores, imágenes y recuerdos que serán imborrables. Pero la verdadera suerte fue haber podido compartir todo esto con un grupo compacto y heterogéneo, que se ha unido indisolublemente e hizo del viaje una verdadera aventura. Por otra parte, un viaje no empieza al salir ni termina al llegar a la meta. Empieza mucho antes y no termina nunca, la cinta de los recuerdos sigue atravesándonos hasta después de pararnos. Se trata del virus del viaje, una enfermedad conocida pero que aún no tiene remedio. Quizá, para mí, esta enfermedad ahora se llama mal de África. 

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