Luca Tonelli, de la generación de 1987 y viajero empedernido. Todavía no me había sacado el permiso de conducir y ya encuentro en los vehículos todoterreno 4x4 mi mejor aliado, una auténtica afición que me brinda la oportunidad de explorar desiertos y escalar montañas en varios continentes, desde América hasta Australia, pasando por África y haciendo un pequeño paréntesis ruso. De esta arraigada afición a los vehículos de cuatro ruedas (motrices) surgió el interés por los vehículos de dos ruedas motorizados, que empecé a probar gracias a la insistencia de un amigo. Al principio en motos deportivas para probar los neumáticos en los Apeninos, más tarde para mezclar el alma de un viajero solitario y las pistas de tierra en una receta que casi nunca cansa.
La primera parte de mi viaje a Turquía la puedes encontrar aquí: Maratón hacia Oriente: mi viaje en moto de Italia a Turquía
Salí de Italia hacia Turquía en mi caprichosa Honda Africa Twin 1100. Es un viaje en solitario, por eso puedo tomarme el tiempo y el espacio que me apetece, y desviarme de la ruta sin tener que dar cuentas a nadie. He cruzado los Balcanes y luego toda la península de Anatolia hasta llegar aquí: ahora paso por el famoso y evocador Cañón Oscuro cerca de Kemaliye.
Por la mañana, el tiempo y mi moto Africa se ponen caprichosos, pero al final nos ponemos en marcha. Los próximos kilómetros me llevarán a Kemaliye Tas Yolu, el camino de roca de Kemaliye, cuya construcción comenzó en 1870 y terminó en 2002.
Considerándose una de las carreteras más peligrosas del mundo, es una esbelta serpiente blanca que domina el río Éufrates, el más largo de Asia occidental, que descansa tranquilamente en el fondo del cañón que ha ido excavando lenta y constantemente a lo largo de 600 metros de profundidad en la dura roca antálgica. Es la alternativa más aventurera a una carretera de montaña asfaltada bien cuidada, con menos km para llegar a Kemaliye pero se tarda más o menos lo mismo.
Hay 38 túneles, sin iluminación, pero los orificios en la pared que dan al río (probablemente para deshacerse del material durante la construcción del túnel) dan la suficiente luz y aire para no sufrir claustrofobia. Sinceramente, el firme es bueno, a veces la carretera es muy estrecha pero más que suficiente para que pase una moto cargada. Por supuesto, no me gustaría encontrarme en el coche cruzando con otro vehículo, pero puede hacerse de forma segura siempre que no tengas demasiado vértigo.
La meta siguiente del itinerario turco es uno de esos lugares que aparecen en los libros de historia, con fotos de bustos decapitados por los milenios y los terremotos, que de niño querías que fueran grandes para no leer demasiadas líneas. Entonces no te sorprendían porque no veías nada diferente de las miles de piedras viejas que ya habías visto y, sin embargo, algunas fotos, sobre todo al amanecer, últimamente me habían hechizado. A toda costa, tenía que verlo personalmente y así en otelz.com (como booking, aunque un poco más cutre, porque la famosa plataforma con el icono azul no funciona en Turquía) reservo una habitación individual en el último puesto de avanzada humano bajo la cumbre procediendo del norte, que es el lado menos turístico.
También recorro en moto los últimos kilómetros del camino de tierra que lleva hasta allí, aislado durante horas en la subida, deambulando por las tierras de tenaces y humildes habitantes de las montañas, y de plantígrados enemigos de los rebaños, hasta que al atardecer subo los 2.150 metros del Nemrut, la montaña más alta de Mesopotamia. Las seis estatuas esculpidas por el rey Antíoco I de Comagene hace más de 2000 años se encuentran frente a un montículo de piedra triturada, su tumba-santuario. Encajadas en el contexto orográfico, son algo impresionante: solo las cabezas, que fueron colocadas en el suelo frente a sus respectivos bustos por los arqueólogos, miden más de dos metros, con el tocado.
Vuelvo allí al amanecer, con el aire fresco, el viento frío que me abofetea y me despierta bruscamente de madrugada, pero luego me acarician los cálidos rayos del sol, iluminando esta obra de presuntuosa grandeza. Un desayuno frugal (salado, en el que no pueden faltar quesos y tomates) y luego...venga, ¡hacia la civilización!
O tal vez no. La moto no opina lo mismo: le cuesta arrancar, se enciende y se apaga al cabo de unos segundos, y arranque tras arranque, la batería se va cansando cada vez más. Empiezo a maldecir dentro de mi casco y la visera empieza a empañarse por los bordes del Pinlock, mientras pienso en la última vez que vi cobertura telefónica en la pantalla del Apple Car Play. Entonces en un último y débil intento arranca la moto, y esta vez se queda encendida. Menos mal.
Voy cuesta abajo «con pies de plomo»: en Turquía tienen una extraña forma de regenerar el pavimento, y lo hacen esparciendo abundantemente un maravilloso brea sobre betún, una capa ni lo suficientemente blanda para considerarla tierra segura, ni lo suficientemente firme para definirla como asfalto. Hago una parada en el castillo de Kahta, con el que me topo al bajar hacia Adıyaman. Por suerte no tengo prisa, hoy está previsto apenas medio día para llegar a Şanlıurfa. Es una etapa improvisada que me costará unos cuantos tirones de más a la vuelta, pero que satisface, e incluso supera, las grandes expectativas suscitadas por ciertos estudios y algunas historias.
Las palabras no podrían grabar en el papel las emociones que te embargan cuando llegas a sentirte en el trampolín que te lleva a un Oriente auténtico e intenso: por primera vez tienes la sensación de asomarte a un inmenso vestíbulo desde una puerta entreabierta, y te das cuenta de que tendrás que ir mucho más lejos. Pero todavía no, esta vez no, hay que volver a casa, el trabajo me está esperando.
Me dedico a contemplar la majestuosidad del estanque de Abraham, con sus carpas sagradas, paseo por el gran patio de la mezquita otomana, me pierdo en el colorido bazar, subo a la fortaleza que se alza sobre la ciudad dominada durante milenios por sumerios, babilonios, asirios, persas, romanos, bizantinos y árabes, saboreo un «çay» antes de apagar la luz y desconectar mi cerebro, arrullado por sueños llenos de infinito.
En el decimotercer día del viaje, por primera vez, apunto la rueda de 21" hacia el oeste: he llegado a la mitad del camino, ya es hora de volver a casa. Las pésimas condiciones meteorológicas y un intestino en malas condiciones me obligan a hacer una etapa-traslado, la segunda más larga desde que salí, después de intentar (en vano) por segunda vez pagar una multa por exceso de velocidad que me pusieron al dejar Estambul. La primera noche la paso en Anamur, en una estación balnearia a orillas del Mediterráneo, con la intención de visitar el yacimiento de Anamurium. Pierdo la oportunidad porque llego tarde después de recorrer casi 700 km: el yacimiento cerraba bastante temprano y me conformo con sobrevolarlo con el dron.
Al día siguiente, en Alanya, me ponen la segunda multa por exceso de velocidad, esta vez en un centro muy congestionado. Me quedo contemplando la multa y el castillo encaramado en un promontorio que desciende hasta el puerto, y procuro acostumbrarme a un contexto tan «occidental», ya que pocas horas antes estaba sumergido con cuerpo y mente en un contexto mucho más oriental.
Recorriendo la costa por carreteras rápidas, con establecimientos hoteleros destinados a un turismo típicamente ruso que a veces ocultan la vista del mar, me doy cuenta de que quizá la parte más interesante de la costa es la que se acerca al mar Egeo, este tramo podría haberse evitado fácilmente. Así que me decido a combinar dos etapas, aprovechando la buena red de carreteras, y me dirijo a Ölüdeniz. Bajo hacia la estación turística al atardecer, con un neumático trasero que se comporta de forma sospechosa y que encontraré pinchado a la mañana siguiente.
Al descender unos cientos de metros de las colinas que dominan el mar, casi me siento como si me recibiera una bandada de coloridos parapentes que aprovechan las potentes corrientes ascendentes para bailar sobre la bahía, mientras en mi casco suena la música de The Verve con Bittersweet Symphony. Efectivamente, «porque eso es esta vida, una sinfonía agridulce que trata de conciliar los extremos» de una vida laboral y esas bocanadas de oxígeno imprescindibles para el alma errante de quien huye hacia lo desconocido, pasando horas y horas sobre un sillín donde te arrollan los elementos y la vida que estás viviendo. Porque es precisamente ahí, en la moto, donde estás viviendo.
A la mañana siguiente, saboreo un zumo recién exprimido mientras veo que un turista saca un foto a una Africa muy sucia, agachándose para enfocar la inscripción «eat pasta, ride fasta» escrita con rotulador en el portamatrículas. Hoy he programado una ruta circular en la que habrá hueco para un chapuzón en las aguas cristalinas, la visita a un par de parajes espectaculares y un cierto desgaste de los tacos laterales de los Mitas E-07 Dakar, que han tomado muy pocas curvas en los últimos kilómetros. Arranco muy decidido y me detengo a los diez metros, igual de decidido, porque la rueda trasera está desinflada del todo.
Saco la bolsa de las herramientas, el compresor, pero el taller de neumáticos está a 5 km. En realidad, el taller de neumáticos solo se dedicaba a neumáticos de coche, y antes de que llamara a un mecánico de motosiklet, como de costumbre, yo ya tenía llaves inglesas y llaves de vaso en la mano y la rueda trasera estaba en la desmontadora. La válvula estaba estropeada. Probablemente por culpa de un agujero mucho más pequeño la rajé en esos 10 metros cuesta abajo que había desde el hotel. Me hubiera tenido que fiar de mi trasero y comprobarlo el día anterior, pero fui avaricioso de kilómetros y corrí un gran riesgo. No hay cámaras de aire que valgan para estas motos, sin las cuales el motociclista europeo medio ahora cree que ya no se puede hacer un viaje digno de ese nombre. Por suerte tengo una de repuesto, que se pinchó y me repararon en Piamonte el mes pasado mientras disfrutaba de las pistas de tierra a gran altitud.
Así que pierdo la ocasión de bañarme y vuelvo por la costa con el mar a mi favor, hasta el yacimiento arqueológico sumergido de Kekova, que merece un paseo en barca (mejor aún en canoa) para acercarse a estas espectaculares ruinas engullidas por el mar.
A la mañana siguiente vuelvo a montar las alforjas y me dirijo al yacimiento arqueológico de Cauno, fuera de la ruta turística pero muy interesante, con vistas a las pintorescas llanuras pantanosas que probablemente aún guardan celosamente algún que otro antiguo tesoro. Después de comer, me dirijo a la península de Datca y al yacimiento de Knidos, devorando las curvas de la serpenteante D400, que es probablemente la única carretera turca en la que puedes atreverte con el acelerador, dado que el firme recuerda vagamente a los estándares europeos. Knidos, que en su época fue una ciudad griega que mantenía relaciones comerciales con Anatolia, resulta mágica al atardecer, con los veleros anclados en sus dos bahías mientras el sol desaparece por el horizonte.
En estas tardes de temporada baja, las carreteras y los yacimientos arqueológicos se vacían rápidamente, el olor del asfalto caliente y de algunos ciclomotores quemando más aceite que gasolina perdura en el aire. El sol te ciega al reflejarse en los espejos, y tu sombra bailando sobre el macadán que te precede de curva en curva, entre rocas y guardarraíles, se alarga cada vez más hasta fundirse con la oscuridad que avanza desde las laderas, engulléndote al llegar a tu refugio seguro. Dejas detrás de ti un tímido resplandor recogido hábilmente por una luna todavía más tímida que velará por ti hasta el amanecer, cuando por fin te acuestes después de cenar en uno de los numerosos restaurantes de la playa.
Me despierto temprano porque el puerto situado al otro lado de la península está a veinte minutos: como ya no es temporada alta, los transbordadores que me llevan a Bodrum, ahorrándome más de 200 km, salen a las 9 de la mañana o a las 12 del mediodía. Al embarcar, el número de billete escrito a mano la noche anterior en el membrete del hotel por una amable recepcionista es suficiente para que los mozos de puerto den el visto bueno; me embarco y disfruto de una tranquila travesía con un sol que besa una frente cada vez más amplia.
Tras desembarcar, salgo a toda prisa del caótico Bodrum y me dirijo al templo de Apolo en Dydima, donde almuerzo en un café con terraza que domina el lugar, ligeramente excavado pero majestuoso; al fin y al cabo, el Dios del Tiempo tenía no poca importancia para los antiguos griegos.
Acto seguido le toca el turno a Éfeso. Me sabe mal porque es un hervidero de turistas maleducados con ansias de protagonismo bastante discutibles; pero, pasaba por allí y me convenía hacer una parada. Probablemente la hora tampoco era la mejor porque, dada la orientación del sol, habría disfrutado de más luz por la mañana. Llegué por la tarde al pequeño pueblo amurallado de Focea, una pequeña joya de estilo mediterráneo, digna de mención y muy recomendable como último adiós a la playa en tanto que destino turístico de recreo.
El día siguiente transcurrió con un mero traslado, rematado con la visita a dos enclaves de Pérgamo (Bergama). Primero, aprovechando el tiempo, disfruté por mi cuenta de Asklepion: un centro de curación extraordinario, con teatro y biblioteca romanos; después subí (en el verdadero sentido de la palabra, habida cuenta de la cuesta) hacia la Acrópolis dominada por el templo de Zeus y Atenea. De regreso al continente europeo por el flamante puente próximo a Canakkale, a estas alturas mi incursión en Turquía casi ha terminado, ya que Edirne se halla a solo unos kilómetros de la frontera búlgara.
Sí, Bulgaria, ese país de grandes contrastes: por un lado, ciudades como Ruse, con la impronta europea que conocemos en cuanto a historia y aspecto, y, por otro, zonas rurales muy pobres, con carreteras en mal estado y condiciones de vida mucho más extremas de las que se veían a la ida. Atravieso vastas zonas algo desoladas, colonizadas por importantes granjas con un sabor noreuropeo, y en un momento dado me meten en un largo desvío que también es obligatorio para los vehículos pesados. La red secundaria no está preparada para soportar semejantes cargas y los conductos hidráulicos ceden, haciendo que el estado del suelo bajo el asfalto sea aún más crítico de lo que ya era. Los camiones se detienen, sin saber si han de pasar o no, y tú, en moto, no sabes si debajo hay un socavón o poco más que un charco.
El Danubio, una vez más, arrastra mis pensamientos mientras descanso en sus orillas con cierta aprensión por la moto a la intemperie, en una ciudad fronteriza (Vidin) que tiene todos los visos de serlo. La travesía hacia la próxima Serbia transcurre sin contratiempos (exceptuando las facturas de teléfono). En la primera parte del día salgo de Bulgaria («Where are you going, Italian?») y luego tomo una carretera sinuosa en la frontera con Rumanía, a lo largo del río Sava.
Veo que hay un castillo, y además a orillas del río. Las dos cosas juntas son un aliciente irresistible, y me viene bien porque es francamente espectacular y el asfalto está más que decente, a pesar de que las carreteras están mojadas por la lluvia incesante que ha caído durante toda la mañana. En el lugar, unos carteles del color correspondiente me advierten de un peligro que, sinceramente, nunca habría considerado: las serpientes venenosas. Me conviene tomar nota.
Croacia me da la bienvenida con la pequeña ciudad de Slavonski Brod, a orillas del río Sava, y su poligonal fortaleza de los Habsburgo rodeada de agua; a estas alturas ya percibo el olor a casa, en menos de 24 horas este viaje también llegará a su fin.
La marcha final está envuelta en niebla, pero pronto sale el sol y las temperaturas se vuelven mucho más agradables que el día anterior. Una Eslovenia verde con un toque de follaje precede a mi etapa en Trieste antes de emprender la recta de regreso a casa, a la que llego tras 21 días y 9.009 km, según lo previsto.