Nací en 1959 y llevo más de 40 años recorriendo el mundo en moto. He recorrido más de 1.200.000 km por todos los continentes. Muchos dicen que soy un temerario, pero yo siempre contesto que soy GP, alguien con una gran afición y que ha acumulado una gran experiencia. Se puede llegar a cualquier lugar del mundo, siempre y cuando no se tropiece con la inestabilidad política o la burocracia, como me ocurrió a mí en esta ocasión. Sigo viajando con mapas, no sé lo que es el GPS, uso el cerebral, como me dijo un amigo hace años. Perderse por las carreteras del mundo es lo maravilloso.
Puedes encontrar la primera parte de mi viaje en moto por la Ruta de la Seda aquí: La Ruta de la Seda en moto: de Italia a Georgia
Salí de Italia en mi KTM 990 Adventure y voy de camino a Mongolia. Ya he cruzado Albania, Macedonia, Turquía, Irak, otra vez Turquía, Georgia, Armenia, y luego habría tenido que cruzar la frontera con Azerbaiyán, pero la encontré cerrada. Ahora, estoy luchando con la aduana para entrar en Rusia.
Por la mañana temprano, me armo de paciencia, vista la situación internacional, porque supongo que en la frontera rusa habrá problemas. Me lo revisan todo, luego a la hora de registrar la moto la cosa se vuelve una lotería para ver quién es más listo. Los rusos me entregan el pasaporte con los rublos dentro, pasan por delante de mí cinco personas, entonces me hago el «loco» y le levanto la voz a la agente que está al otro lado de la ventanilla. Me repite que allí solo se habla ruso, yo hablo inglés, por supuesto, así que le indico a la compañera que me había facturado el equipaje y que habla un inglés fluido. Se me acerca y le digo que me toca a mí y que no quiero pagar ni un rublo porque no tengo que pagar a nadie. Pasan diez minutos y al final me entregan los documentos. Pero han pasado tres horas y me entero de que el día antes un italiano y unos alemanes estuvieron esperando hasta nueve.
Echo cuentas y me decido por Groznyj, Chechenia, con mucha mala fama pero muy tranquila. La cruzo: la población rusa ha sido sustituida por la de fe islámica. Un grupo de chavales en la gasolinera me piden que nos hagamos una foto juntos, y dicho y hecho. Otros 150 km y llego a Daghastan, otro estado islámico de la Federación Rusa a orillas del mar Caspio. Cuando entro en Astrakán ya es de noche, llevo a cuestas 650 km, estoy rendido y me acuesto enseguida.
Por la mañana cargo la moto sin muchas ganas, porque sé lo que me espera tras cruzar el río Volga a bordo de balsas de chapa. Otros 30 km y me encuentro en la frontera con Kazajistán. Paso rápido, sobre todo porque la moto no tiene que pasar por ningún trámite aduanero, habida cuenta del intercambio que tienen con Rusia. La carretera que lleva a Atyrau está en obras y respecto a cinco años atrás han asfaltado un tramo largo. Cuando termina se viaja de lado, con el polvo, adelantando camiones y para rematar, hasta con una tormenta de arena. Mi amigo Aidos me está esperando en el hotel. Nos duchamos y vamos a cenar juntos a un restaurante típico que recuerda a Mongolia. Los kazajos se parecen a los mongoles en todo, hasta en sus tradiciones, pero cuando me invita a tomar leche de camello me niego educadamente, porque no aguanto su acidez.
Me despido de mi amigo, porque ya es hora de continuar el viaje hacia el sur, hacia Beyneu. Paso por Kulsary, a los pocos kilómetros me encuentro con una escena espantosa, que vislumbro a lo lejos. Un choque frontal entre dos coches. Un coche se sale de la carretera y se incendia. Las personas que se hallan en el lugar intentan apagarlo, luego sacan a la gente de los coches; de las ocho personas que ocupaban los dos coches, hay siete muertas. El único superviviente tiene la cara hinchada. Saco el botiquín e intento vendarle la herida. Soy un tipo duro pero ante una escena como esta me cuesta volver a subirme a la moto, no es fácil; me invaden la cabeza un montón de pensamientos y no te puedes permitir ninguna distracción.
Ya sé dónde hospedarme en Abeyneu, porque es la tercera vez que paso por aquí. Al despertarme al alba, la frontera está a 70 km, y ahora toda la carretera está asfaltada. Pero no por el lado uzbeko, donde encuentro una pista de tierra muy mala. Llueve y hay que hacer eslalon entre los baches. Me adelanta un camión y me lo encuentro delante, giro a la derecha pero la rueda delantera acaba en el barro, y termino en el suelo. No pasa nada, la velocidad era baja pero me he puesto perdido de barro. Me quedo a dormir en Nukus, por suerte al día siguiente me espera un precioso día de sol. Un par de horas de viaje y aparco en el centro de Kiva, una de las ciudades legendarias de la Ruta de la Seda. Aparco mi KTM y me dedico a hacer turismo durante un par de días.
Ahora el clima es seco, estoy en pleno desierto, el de Kizilkum, que se comparte con Turkmenistán. Me alejo de Kiva, bordeo la frontera y cruzo el Amudaria, el río más largo de Asia, que nace en Afganistán. Lo hago sobre un puente de balsas maltrechas; algunos con un mazo bajan las chapas, otros con un soldador intentan mantenerlas unidas, ¡qué risa! Al llegar a Bukara, me cuesta recordar dónde tengo que hospedarme. Una serie de prohibiciones han cambiado el sistema vial y desplazarse con una moto cargada es una odisea, pero yo no me rindo.
La torre Kalan fue en su día el edificio más alto de Asia central. Tamerlán la libró de la destrucción, de hecho se inspiró en ella para construir el Rajastán de Samarcanda, y allí llego al cabo de otros dos días. Aquí impera el turismo. Por la noche, entran en escena luces y sonidos que poco tienen que ver con la tranquilidad de los soleados días anteriores. La primera vez que puse aquí las ruedas de mi moto fue en el año 2000. Con esta ya he pasado cinco veces por Samarcanda y, sinceramente, me cuesta reconocerla. Ahora hay que pagar la entrada al Rajastán, por las tardes las avenidas están atestadas de vehículos a batería que circulan a toda velocidad, como si alguien fuera a llevarse un premio.
Aguanto tres días, y uno lo dedico al mantenimiento de la moto. Cambio el aceite y el filtro, que llevo conmigo. Luego dejo el equipaje y durante tres días recorro el valle de Fergana, una de las zonas más exuberantes de Uzbekistán. De vuelta a Samarcanda, tengo una tarde para organizarme. Mañana entramos en Tayikistán: otra vuelta, otro estado, y ya van once.
Me despierto a las 7 de la mañana, cargo la moto, desayuno y me marcho, lleno el depósito en la gasolinera y me encamino hacia la frontera. Hago cola para que me sellen el pasaporte. El policía del mostrador, que tiene el pasaporte en la mano, me pide el número de teléfono. Él en ruso y yo en inglés, es como una conversación entre sordos. Por suerte detrás de mí hay un señor que habla inglés y que se presta amablemente como intérprete. Quiere el teléfono para hacer una foto en su PC, no lo entiendo. El interlocutor me indica otra vez que tengo que ir a la oficina de al lado, donde está el banco. Pero no tengo que cambiar dinero, no, ¡tengo que pagar tres multas por exceso de velocidad! Obedezco y pago 42 euros en total. Las oficinas de Tayikistán...
A los 20 minutos salgo de la frontera, solo tengo que llegar a Dushanbè, la capital de Tayikistán. Es domingo y no hay tráfico, encuentro un sitio para dormir en un motel de la policía, por lo menos estaré tranquilo. El lunes reflexiono y compro una tarjeta SIM local. Hay 2 carreteras hasta Kaylakum, una corta que cruza las montañas y otra más larga pero asfaltada y rápida. Opto por la última, llevo 10.000 km a cuestas y los neumáticos están a punto de romperse, sobre todo los de atrás.
Bordeo la frontera con Afganistán, en algunos lugares me encuentro a apenas 500 metros de la frontera. Llego a Kaylakum, lleno el depósito y me voy directamente al hotel. En la capital me habían dicho que iba a haber problemas en la carretera para llegar a Korog. Conozco el Pamir, es la tercera vez que vengo, y cruza valles a más de 4.000 metros de altitud. Están haciendo obras para arreglarla, con empresas chinas. Solo se puede circular por ella desde las 3 hasta las 7 de la mañana. Después, el tramo queda cerrado y solo se abre a las 12 del mediodía para el almuerzo.
A las 3 estoy en marcha, pero en off-road. Adelanto a un camión entre una nube de polvo, noto un golpe en la parte de atrás, será una piedra. Al cabo de un kilómetro, el neumático trasero se desinfla. Tranquilos, porque tengo todo lo necesario para reparar el tubeless. Pero es un verdadero desastre, porque he cogido un hierro que ha rajado el neumático. Introduzco los insertos en el agujero, más de uno, inflo y parece que aguanta. Me pongo en marcha, y aún es de día. A los 50 km vuelvo a estar como antes. Ahora hay dos agujeros, que vuelvo a tapar. Llego tarde al punto de control, pero el neumático aguanta, y eso es lo importante. Al cabo de unos 200 kilómetros vuelvo a encontrar el asfalto, qué alivio. No tengo tiempo de pensar que sigo con un neumático pinchado. Lo que me faltaba. Abro el taller, lo bajo todo, hasta las maletas y la bolsa de viaje, quito la rueda, calo el neumático y coloco la cámara de aire.
Llego a Khorog tan cansado que me quedo descansando dos días enteros. En una tienda compro más tapones, yo les llamo así, para el tubeless, pero no estoy convencido de que sean suficientes, la raja es cada vez más grande. También busco una cámara de aire por si acaso, pero no encuentro un tamaño apropiado, ni por casualidad.
Ahora tengo dos opciones: ir hacia el sur por la frontera con Afganistán y cruzar varios pueblos, todo en off-road, o seguir recto hacia el este por la legendaria M41 hasta Murgab. Pero hay otro dilema que anima internet desde hace días: la frontera cerrada en el puerto de Kyzylart, a 4.200 metros. Desde hace meses hay tensiones entre los dos estados, a lo largo de unos 800 km de fronteras que no han estado nunca bien definidas, un legado de la antigua Unión Soviética.
En Dushanbe se me ocurre una idea gracias a mi experiencia anterior. Había buscado en la web el sitio del Ministerio de Turismo kirguís. Había enviado un correo electrónico y, cuando encendí el ordenador en Khorog, encontré la respuesta: solo tenía que enviar una foto del pasaporte y otra mía. Avisarían a la frontera de mi llegada y me dejarían pasar. Los chicos del hotel me preguntan adónde voy. A Kirguistán, les digo, y ellos dicen: «Pero si no se puede pasar». Les enseño la respuesta muy satisfecho y entonces empieza el tam tam: me inundan de muestras de agradecimiento. ¡El viejo GP siempre encuentra una solución! ¿Y el neumático? No quiero ni pensar en él.
Avanzo por la M41, la carretera del Pamir. Pequeños pueblos, luego un par de puertos a más de 4.500 metros, y noto que la moto pierde potencia. Por la tarde llego a Murgab, donde encuentro a Enrico, de Lecce. No nos conocemos, pero desde que se puso en contacto conmigo y se enteró de que hay una forma de cruzar la frontera, quiso encontrarse conmigo.
Pongo gasolina en la gasolinera habitual con bidones, solo es de 83 octanos pero tengo aditivo. Me reúno con Enrico, que se aloja en otro sitio pero yo voy adonde pernocté hace 15 años, un bed and breakfast en la colina. Aparco y reconozco a la dueña, que habla un inglés excelente. No digo nada, pero cuando me trae la cena me pregunta si he estado aquí antes. Le contesto que sí y me dice «sí, hace 15 años». ¡Exactamente! Vinimos un inglés, dos alemanes y yo, todos en moto. Por aquel entonces yo venía de Pakistán.
Por la mañana me encuentro con Enrico, y cruzamos la frontera juntos. Vamos arriba y abajo, bordeando la frontera china, con kilómetros de alambre de espino que hacen de barrera. Luego, allá en el fondo, aparece el lago Karakul, homónimo del otro del lado chino. Este lago surgió por la caída de un meteorito hace 10.000 años. Desde aquí hasta la frontera hace mucho viento, y al no pasar siquiera la gente del lugar, la carretera es un colador. En la frontera Enrico no encuentra la tarjeta de entrada de la moto, me alejo, si hay que dejar unos dólares sobran los testigos.
Cruzo la frontera y me lanzo de cabeza por el camino de tierra hacia la kirguisa. No tiene nada que ver con la frontera tayika. Ahora, al cabo de cinco años, han construido una nueva. Cruzo la puerta y me piden el pasaporte. Llega el comandante, que habla inglés, y me pregunta si he tramitado la autorización, «por supuesto», le contesto. Al cabo de un rato me dejan pasar para registrarme, la moto se queda al otro lado de la verja. Entonces llega Enrico. Mi nombre está en la lista, pero el de Enrico no, ya que hizo más tarde la solicitud y aún no está registrado. Me voy, él se queda esperando, hay un edificio donde montará la tienda de campaña; estamos a más de 3.000 metros de altitud y hace frío. Unos 30 km me separan de Sary Tash, la encrucijada hacia China.
A la mañana siguiente pido que me preparen tortillas, galletas, agua, embutidos y pan. Vuelvo a la frontera: Enrico tendrá que esperar hasta el lunes, hoy es sábado y allí arriba no hay nada de nada. Llego a la puerta y el soldado llama al comandante, que agradece el detalle y me deja cruzar la frontera para llevarle los víveres a Enrico. Vuelvo a Sary Tash, lleno el depósito y salgo hacia Osh, donde llego a primera hora de la tarde. Reviso el neumático, aquí podría encontrar uno de repuesto, pero ya queda poco para llegar a Almaty, unos 900 km.
Avanzo por las montañas, en medio de un paisaje impresionante. 300 km antes de Biskhek, la capital de Kirguistán, sigo con la rueda desinflada, se ha pinchado la cámara de aire. Abro el kit que compré en Korog pero la masilla está seca, me han dado un paquete viejo, pero yo no me rindo. Tengo pegamento instantáneo, trato de pegarlo y el parche por suerte aguanta.
Por la noche duermo en la tienda de campaña y al día siguiente por fin encuentro una tienda de neumáticos, aunque no tienen ninguno nuevo. No recuerdo las veces que he desmontado la rueda. Ponen otro parche en la cámara, pero la raja se ha vuelto más grande. Es cuestión de vida o muerte, ahora me toca a mí, en el peor de los casos la cargaré en algún vehículo de rescate. Llego a Biskhek, la capital de Kirguistán, y la rueda trasera hace un juego raro. La culpa es del rodamiento que se ha roto pero... Aquí vive mi amigo Giuseppe que regenta un restaurante, y me siento como en casa. A primera hora de la tarde tomo un buen primer y segundo plato de cocina italiana. Con el estómago lleno se piensa mejor.
A la mañana siguiente desmonto la rueda, y Giuseppe me ayuda a arreglar el rodamiento. Ahora me quedan 235 kilómetros hasta llegar a Almaty. Paso la enésima frontera, pero a 25 kilómetros de la antigua capital de Kazajistán el neumático me falla definitivamente, no hay nada que hacer. Llamo al chico del concesionario local y le digo que tengo una avería. Después de tres horas de espera, llega con la furgoneta.
Al día siguiente, mientras me cambian los dos neumáticos, acudo al consulado ruso. Nadie habla una palabra de inglés, pero por suerte una chica me ayuda: consigo hablar con la secretaria del cónsul. El primer inconveniente es que mi pasaporte no tiene página para poner el visado. Además, tendré que esperar cinco días antes de que me reciban. Echando cuentas, aunque me dieran el visado aquí, aunque espere diez días, voy a tener el mismo problema en Mongolia. En realidad, dos, el visado de tránsito es válido en función de los kilómetros que se recorren. Desde la frontera de Mongolia hasta la de Lituania, la más cercana, hay más de 5.000 km que tendría que recorrer en 10 días.
Cambio de planes, llamo a Giuseppe y le pido que me reserve un vuelo de Biskhek a Roma. Aparco la moto en su casa, ya volveré en mayo de 2024 y terminaré el viaje. Al cabo de tres días aterrizo en Italia.
¡Nos vemos en mayo de 2024!